El Judaísmo Helenístico y la Diáspora
Estudiar el judaísmo limitándolo solo
a la tierra de Israel, daría una idea demasiado incompleta. Porque la verdad es
que un amplio movimiento de emigración, que a veces fue forzado y otras motu
proprio, y casi sin interrupción después del gran exilio en Babilonia, había
llevado a la formación de importantes centros de población judía a través de
todo el Próximo Oriente antiguo, desde Siria hasta tan lejos como la India y
aún Asia Central. Pero también a través de toda la cuenca mediterránea, dentro
de las amplias fronteras del Imperio romano. Se puede afirmar sin temor a
equívoco alguno que para inicios de la era actual había colectividades judías
desde la frontera septentrional del Imperio romano hasta Etiopía, India y,
según parece, China.
Para fines de la era anterior, la
mayor parte de los judíos vivían en la Diáspora o Dispersión. Y sus principales
centros estaban en las grandes metrópolis regionales, como Antioquía de Siria,
Alejandría de Egipto, Cartago, Babilonia y Roma.
Aunque no se dispone actualmente de ningún dato numérico cierto, lo cierto es que la Diáspora estaba constituida por varios millones de personas. Según Filón de Alejandría, solo en Egipto vivía un millón de judíos, lo que significa al menos un octavo de la población total del país. Y en la misma Alejandría, de cada cinco barrios, dos eran de mayoría judía.
Un estatuto oficial romano, que se remontaba a los tiempos de Julio César, otorgaba a los judíos a través de todo el mundo, no solo en su tierra ancestral, libertad para practicar su propia religión, bajo la protección del Estado romano, y los eximía de todos aquellos deberes civiles que eran incompatibles con los dictados de sus creencias, en especial de los ritos del culto imperial. En algunas provincias del Imperio romano, ciertos privilegios que habían sido concedidos a la comunidad judía por los reyes antes de la conquista romana siguieron vigentes bajo el dominio romano. En la esfera de lo municipal, las comunidades judías gozaban a veces de los mismos derechos que la población local, sin estar sometidos a las mismas obligaciones cuando estas tuvieran un carácter religioso. Además, las comunidades judías tenían una organización propia en lo religioso y civil. La vida religiosa y la educación estaban centradas en la sinagoga. Pero la organización judía no era absolutamente uniforme en todas las provincias. Se administraban a sí mismas como a sus bienes[1], y podían juzgar sus propios casos, al menos en lo civil, basados en la Torâh[2].
Esta situación, sin embargo, en teoría muy ventajosa, tenía sus inconvenientes en lo cotidiano. Porque, por ejemplo, la población no judía solía considerar que disfrutaban de todos los derechos[3] sin asumir los deberes correspondientes.
Las suspicacias y la animosidad del
populacho eran fomentadas por el modo de vida judío, ya que el rigor del
monoteísmo y la observancia de la Torâh contribuían a aislarlos del medio en
que vivían, en un particularismo que la mayoría de las veces era considerado
como hostil y despreciativo. Igualmente, se bromeaba sobre las creencias y los
ritos judíos, particularmente sobre la circuncisión. Algunas veces surgían
oleadas de antijudaísmo, toleradas e incluso fomentadas por la autoridad local,
y además estimuladas por la actitud de ciertos intelectuales que pretendían dar
unos motivos válidos a las reacciones de la masa.
Pero todo esto no era más que un aspecto de la realidad. Por delicada que a veces fuera la situación de las comunidades judías de la Diáspora, no era frecuente que alcanzara un grado de tensión realmente grave. Indudablemente, los judíos de la Diáspora se sentían solidarios con los que vivían en la tierra de Israel, y Jerusalén representaba para ellos la ciudad santa pero, al mismo tiempo, la capital nacional de los judíos de todo el mundo. Pagaban celosamente al Templo el impuesto establecido para el apoyo de las actividades que allí se realizaban, reconocían la autoridad del Sanhedrín. Todos los que podían cumplían con el mandato de viajar por lo menos una vez en la vida a Jerusalén para participar en alguna de las grandes festividades del calendario sagrado judío.
Por lo tanto, es imposible contrastar demasiado absolutamente a los judíos de la Diáspora y de la tierra ancestral de Israel[4].
No obstante, la mentalidad no era exactamente la misma en la tierra de Israel y en la Diáspora, porque los elementos más nacionalistas del judaísmo parecían bastante difuminados en la Diáspora, donde la esperanza mesiánica parece haber sido menos aguda que en Judea. Obviamente, en la Diáspora los gentiles estaban en su tierra y, por lo tanto, los judíos no tenían motivo para percibir su presencia como un escándalo. En Alejandría, en Cirenaica y en Chipre se suscitaron ciertas rebeliones virulentas, que se supone fueron azuzados por elementos zelotas venidos de Judea. Pero la Diáspora en su conjunto no se unió a la rebelión producida en Judea en los años 66 a 70, ni a la de los años 132 a 135. Pero, para entonces, el Templo de Jerusalén, el único santuario del pueblo judío, no era más que un símbolo para los judíos de la Dispersión. Su desaparición, aunque dolorosa de todas maneras, no cambió, en realidad, su vida religiosa, la que ya estaba del todo organizada en torno a la sinagoga local[5].
Además, los judíos de la Diáspora se
habían habituado a estar, respecto de los goyîm[6], en
relación de igualdad y no de súbditos frente a sus ocupantes, como era el caso
en la tierra de Israel. Entonces, sin que disminuyera su consideración del
privilegio de ser miembros del pueblo elegido, manifestaban frente a la
gentilidad una actitud más favorable que sus hermanos de Judea.
Pero, asimismo, tampoco podían evitar del todo la influencia de la cultura y de la civilización grecorromanas, pese a su inicial desconfianza. Pero, por un lado, no poco debió influenciar su cambio favorable en su actitud el que las profecías de Daniel hayan mencionado a Alejandro el Grande de Macedonia y su conquista del Imperio persa, como la subsecuente positiva actitud del conquistador de Asia hacia los judíos luego de que se le mostrara la profecía que lo mencionaba. Tal influencia se ejerció debido a la comunidad de lengua, ya que, con el tiempo, los judíos de la Diáspora perdieron el dominio cotidiano del hebreo y del arameo y, sin duda influenciados por las conquistas de Alejandro de Macedonia, adoptaron por doquier el griego koiné o común. Dentro de los límites del Imperio empezaron a adoptar el latín, pero eso ocurrió mayormente en Italia y en las provincias occidentales, aunque igual el griego koiné fue la lengua común, como fue el caso de la mayor parte de las minorías procedentes del Próximo Oriente y del Levante.
Por lo demás, el griego koiné, desde los tiempos de Alejandro, se había convertido en el idioma internacional de la diplomacia y el comercio, hablado y entendido desde la lejana India hasta Britania, y desde las fronteras con Germania hasta Etiopía y la Arabia Feliz, e incluso en amplias áreas del Asia Central suroccidental, como Bokhara y Khiva, por ejemplo.
El latín, idioma oficial del Imperio romano, era más que nada usado en las provincias orientales de manera protocolar, pero hasta en la documentación oficial era desplazado por el griego común.
Para atender a las necesidades espirituales de las comunidades judías de la Diáspora, el Tanâj fue traducido al griego koiné, de manera que fuera más fácil para esa importante sección del judaísmo contar con las Escrituras en su propia lengua, o al menos en un idioma que fuera entendido de manera mayoritaria y no dependieran las comunidades ni los individuos de las traducciones improvisadas que se ofrecían tras la lectura de los rollos escritos en hebreo y en arameo en los servicios sinagogales.
Aunque parece ser que existieron algunas traducciones, de circulación muy limitada y local, la primera traducción de las Escrituras al griego es la llamada Versión de los Setenta, generalmente conocida como Septuaginta y por su abreviatura LXX. Tradicionalmente se afirmaba que había sido traducida al griego por setenta y dos doctores de la Torâh enviados a la corte egipcia de Alejandría a expresa petición del rey Ptolomeo Filadelfo, quien reinó entre 285 y 247 a. de J.C. Se trata de una obra que debió tomar su tiempo. La Septuaginta se impuso rápidamente en el servicio de las sinagogas de la Diáspora a medida que se iba conociendo a través de todo el mundo conocido, llegando a gozar de una autoridad casi idéntica a la del texto original en hebreo y arameo. Al mismo tiempo, sirvió para poner el Tanâj al alcance de todas las personas, incluso al alcance de los goyîm, convirtiéndose en un eficaz instrumento al servicio de la predicación, la propaganda y el estudio de los principios del judaísmo. También puede decirse que es un testimonio de la influencia del helenismo sobre el judaísmo tradicional y conservador. En esta traducción al griego se tendió a eliminar o atenuar lo que pudiera resultar chocante al pensamiento de un goy ilustrado, y se redujeron los antropomorfismos del texto original, espiritualizando la imagen que presentaba de Dios y vertiendo los giros, modismos y nociones específicamente semíticos en términos y conceptos tomados de la filosofía griega. Esto despejó el camino a toda una corriente de pensamiento judío que se caracterizó esencialmente por combinar, en una original síntesis, la revelación bíblica con la filosofía griega.
El proselitismo judío
Filón de Alejandría, el celebrado filósofo al que el judaísmo pretende ignorar debido a su helenismo y a que su pensamiento fue utilizado por la Iglesia cristiana en un momento dado para dar fuerza a sus argumentos en la gran polémica contra el judaísmo, escribía tanto para los goyîm como para sus connacionales. La inspiración de su obra era fundamentalmente universalista. La síntesis que intentó concretar, uniendo la doctrina y enseñanza de las Escrituras con la filosofía helenista corriente en su tiempo, intentaba hacer accesible y aceptable el judaísmo a los goyim, quienes se habían formado en los métodos de la filosofía, de manera que se pudiera ganarlos para la verdadera fe, ya que, como él afirmaba, “el mundo concuerda con la Ley[7] y la Ley con el mundo, y el hombre sometido a la Ley es, por ello, ciudadano del mundo.”[8] De esta manera declaraba la actitud de una parte de la comunidad judía de su tiempo, que era consciente del deber de servir de guía espiritual a los goyîm.
Para fines de la era precristiana y comienzos de la era cristiana, el judaísmo desarrollaba una importante actividad proselitista, culminación práctica del mensaje de los profetas judíos. La Septuaginta fue su instrumento principal, y la sinagoga su punto de apoyo. Porque, a diferencia del Templo, cuyo acceso estaba prohibido a los goyîm, el servicio en las sinagogas estaba abierto a todo el mundo. Como solía celebrarse en la lengua vernácula y la enseñanza o instrucción ocupaba un lugar esencial, sirvió de un modo especialmente eficaz a la difusión del judaísmo[9].
No se poseen datos numéricos sobre la amplitud y los resultados de esta actividad proselitista, pero todo lo que se sabe induce a suponer que se trató de un fenómeno muy importante y extensivo.
Los resultados de esta celosa y amplia actividad proselitista se clasifican en dos categorías distintas. La primera corresponde a la de los prosélitos, quienes se convertían en miembros del pueblo escogido mediante la señal de la circuncisión y la observancia de la Torâh[10]. La segunda corresponde a la de los semiprosélitos, los también llamados temerosos de Dios, quienes vacilaban ante las duras obligaciones rituales de una conversión total y permanecían en una especie de umbral, renunciando a la idolatría, reconociendo al Dios que es Uno y Único, aceptando los imperativos fundamentales de la Torâh y un mínimo de observancias, todo lo cual estaba codificado en los llamados mandamientos noéticos, los que Dios había dado a Noé después del Diluvio para que fueran guía para toda la humanidad[11].
El medio en que se realizaba el proselitismo judío era, preferentemente, en la Diáspora, aunque no estaba ausente del todo en Judea, donde los fariseos eran los más resueltos proselitistas, tal como se registra en el Evangelio de Mateo, donde Jesús dice que eran capaces de atravesar mar y tierra seca para hacer siquiera un solo prosélito. (Mateo 23:15.). Entre el rigorismo legalista de los fariseos y esta actitud no hay contradicción, porque el proselitismo tenía como finalidad atraer hacia Israel la mayor cantidad posible de goyîm, intentando de este modo acelerar la venida del Reino, donde habría lugar para todos los justos. “Ama a las criaturas y condúcelas a la Torâh” era una de las principales máximas de Hillel, uno de los más ilustres doctores del fariseísmo.
El proselitismo judío y el proselitismo cristiano
Pero eso no fue obstáculo para que
miles y miles de romanos, griegos y de otras nacionalidades dentro y fuera del
Imperio, se convirtieran al judaísmo y conformaran numerosas y prósperas
comunidades no solo en las provincias del Imperio, sino en la propia capital,
Roma.
El cristianismo al principio fue confundido con el judaísmo. Después de todo, hasta el mismo apóstol Pablo había admitido: “Esta es mi confesión ante ti: Doy culto al Dios de mis padres según el Camino, que ellos llaman secta[12], creyendo en todo lo que está escrito en la Ley y los Profetas.” (Hechos 24:14; Sagrada Biblia, Versión Oficial de la Conferencia Episcopal Española, Edición Popular, 2011.). Y cuando se empieza a distinguir a los cristianos como tales, se les llama secta, generalmente, secta de los nazarenos. Es a partir del gran incendio de Roma, del que Nerón culpó a la secta de los cristianos, que estos comienzan a ser identificados como diferentes de los judíos, por más que la mayoría de ellos eran, durante el siglo I d. de J.C., judíos.
Desde un comienzo, el cristianismo se mostró como universalista. El núcleo de la Iglesia primitiva, como sus primeros y principales líderes, era judío. Pero de a poco comenzó a disminuir en números, a medida que se iban agregando elementos goyîm o gentiles, hasta que finalmente fue imperceptible, aunque no haya desaparecido nunca. La cristiandad asumió que era la gentilidad redimida. De vestris sumus, recordaba Tertuliano a sus lectores no judíos. El peso de la observancia judía, comenzando por la circuncisión, que resultaba ser un rito degradante desde el punto de vista de la sociedad grecorromana, resultaría ser un motivo de desánimo para los posibles conversos, sobre todo desde el momento en que apareció el cristianismo, que era mucho menos exigente en este campo y que, sin embargo, presentaba una gran riqueza en el plano doctrinal. Se ha dicho que el judaísmo no era capaz de fomentar, con su legalismo exigente, una mística de salvación, que estaba tan en boga en aquellos tiempos, y que, continúan diciendo algunos, explicaría el éxito que alcanzaron los cultos mistéricos. El cristianismo, nacido del judaísmo, sin embargo, no era tan distinto, a pesar de las muchas especulaciones sobre la oferta de la fe en un salvador encarnado, muerto y resucitado que ofrecía en el drama del Calvario un punto de apoyo histórico a todas las llamadas difusas aspiraciones de los gentiles.
La lucha del judaísmo por expandirse se estaba dando en condiciones desiguales, particularmente desde que se dio comienzo al proselitismo cristiano porque el primer y más obvio campo misional de los cristianos fue la sinagoga, donde podían hablar abiertamente a un auditorio que entendería fácil y claramente sus palabras, basadas en el Tanâj, las Sagradas Escrituras inspiradas[13]. El proselitismo judío ya retrocedía ostensiblemente cuando, bajo el reinado de Constantino I el Grande, se proclamó, finalmente, al cristianismo apostatado primero como una religión tolerada, iniciándose el período comúnmente conocido como de la paz de la Iglesia. Y, enseguida, la política que asumieron los emperadores, favorable al cristianismo apóstata del siglo IV d. de J.C., contribuyó a eliminar la actividad misionera judía por completo. Algunas comunidades se mantuvieron fieles hasta en el servicio de la sinagoga al griego koiné, aunque su espíritu se había transformado profundamente.
[1] Por ejemplo, sus cementerios y sus lugares de
reunión.
[2] Recuérdese que el juicio de Jesús se realiza
ante el Sumo Sacerdote y el Sanhedrín y que solo la aplicación de la pena de
muerte fue llevada ante Poncio Pilato, quien era la autoridad romana en la
provincia.
[3] Como, también, de algunas prerrogativas suplementarias.
[4] Evito a propósito usar la palabra latina
“Palestina” debido a las implicancias que reviste el uso del término en la
actualidad por el conflicto árabe-israelí, conflicto sin solución entre el
Estado de Israel y una parte menor del pueblo árabe que ha habitado el
territorio por siglos antes del establecimiento de Israel como Estado independiente
en un territorio que ocupó desde hace milenios, y donde se desarrollaron las
más antiguas tradiciones, literatura y, en resumen, una cultura propia que no
se puede entender sin sus raíces. Es por eso que el conflicto árabe-israelí no
tiene visos de alcanzar una solución apropiada, en tanto que ambos pueblos
exhiben razones de peso para vivir en él en paz y tranquilidad.
[5] La sinagoga dio el modelo para la
organización local de las comunidades cristianas, originalmente constituidas,
en su mayoría, por judíos o prosélitos del judaísmo. Todo el modelo de la
sinagoga fue traspasado a lo que sería la iglesia local.
[6] Esto es, naciones,
la gente de las naciones, todos
quienes no eran judíos. En el Nuevo Testamento aparece el término gentiles, que tiene el mismo
significado, la gentilidad, las otras
gentes, la totalidad de las gentes que no son judías.
[7] Es decir, la Torâh.
[8] Filón, De
opificio mundi, 3.
[9] El derecho a la propaganda no figuraba entre
los privilegios que el Estado romano reconocía explícitamente a los judíos,
pero, excepto algunos breves e intermitentes conatos de represión, parece
haberse ejercido con casi total libertad, a excepción de que se suscitara algún
problema. De hecho, como registra el libro de los Hechos, ciertos alborotos que
se produjeron en Roma, llevaron al emperador Claudio a decretar su expulsión de
la capital. “Claudio había ordenado que todos los judíos se fueran de Roma2,
mediante un decreto promulgado en el año 49, o quizá a principios del año 50 d.
de J.C., en el noveno año de su reinado. Suetonio corrobora este destierro de
judíos de Roma. (Los Doce Césares,
traducción castellana de Jaime Arnal, Orbis, Barcelona, 1985, Tiberio Claudio Druso, XXV.). A consecuencias
de esta orden, dos judíos cristianos, Áquila y Priscila, salieron de Roma a
Corinto, donde poco tiempo después de arribar se encontraron con el apóstol
Pablo, que probablemente llegara para el otoño del año 50 d. de J.C. (Hechos
18:1-3.). Claudio no era particularmente contrario a la presencia de los judíos
en Roma. Sin embargo, los constantes alborotos protagonizados por los judíos de
Roma lo llevaron a expulsarlos de la ciudad. Estos alborotos, de acuerdo a lo
que se deriva del pasaje de Hechos, habrían sido provocados por pugnas
suscitadas por los judíos conservadores y tradicionalistas en reacción a la
predicación de los cristianos en la ciudad, los que, no debe olvidarse, eran
judíos y predicaban los sábados en las sinagogas, obviamente. Para entonces, la
autoridad romana no estaba en condiciones de distinguir entre judíos
tradicionales y judíos cristianos. Solo podía reaccionar a lo que aparecía a
sus ojos. De paso, esto niega que el apóstol Pedro haya sido el primero en
predicar en Roma. Este episodio muestra que existía, cuando menos, una
importante comunidad judeocristiana en la ciudad ya para fines del año 49 d. de
J.C., sin duda originada en los judíos y prosélitos que habían estado en
Jerusalén para celebrar Shavuot (Fiesta de las Semanas, o Pentecostés) del año
33 d. de J.C., cuando los apóstoles y discípulos predicaron en diferentes
idiomas a los presentes, de tan diferentes procedencias como Libia y Roma.
(Hechos 2:1-43.).
[10] El prosélito de la justicia, como también se le llama, es el que desea
pertenecer total y plenamente al pueblo judío. Él, como todo judío, debe
cumplir con todos los preceptos de la Torâh, comer kosher y circuncidarse.
[11] Un nohájida, noético o “temeroso de
Dios” o prosélito de la puerta, no
tiene necesidad de circuncidarse ni guardar los 613 mandamientos ni comer
kosher (las reglas dietéticas judías) sino que le basta, para agradar a Dios,
cumplir con las siete leyes o mandamientos noéticos, que son: (1) No adorar a
dioses falsos, (2) No blasfemar; (3) No asesinar; (4) No robar; (5) No tener
relaciones sexuales ilícitas; (6) No comer carne de animal con su sangre o alma
(comer animales sacrificados de acuerdo a las leyes específicas del judaísmo);
y, (7) Promover el juicio y la justicia en el lugar de residencia (vidas
honestas y rectas).
[12] El apóstol Pablo reconoce el hecho histórico
innegable: el cristianismo es una secta del judaísmo, aunque, con el tiempo,
los “cristianos” fueron abominando de esta declaración y se consideraron una
“religión” per se. Hoy en día, como en la Antigüedad, cada una de las distintas
y hasta antagónicas iglesias “cristianas” y movimientos “cristianos” han
adoptado una actitud de exclusivismo y se declaran ser la “única” iglesia
“cristiana”, y peyorativamente califican a las demás como “sectas”, y hasta se
ufanan de dar cátedra sobre qué es una secta. A las sectas hoy en día se las
acusa, entre otras cosas, de dividir a las familias y de imponer sus propias
doctrinas y enseñanzas, lo mismo de lo que el cristianismo primitivo era
acusado: dividir a las familias, atentar contra los valores de la sociedad y
ser un peligro para el Estado debido a que sus creencias les hacían abominar de
la religión y de la organización del Estado, a pesar de que cumplían
escrupulosamente con todas las leyes que no se oponían a sus doctrinas y, como
no creían de la misma manera que la sociedad grecorromana de ese momento, se
les tildaba de “ateos” y de odiadores del género humano, como bien lo dicen
Tácito y Suetonio y una serie de autores posteriores.
[13] El apóstol Pablo y todos los misioneros cristianos
primitivos, como se registra en el libro de los Hechos tan claramente, fueron
siempre a las sinagogas, donde, después de los servicios sabatinos de las
comunidades judías locales, predicaban el Evangelio, a veces teniendo una muy
buena aceptación, otras una muy férrea oposición. Pero la sinagoga de la
Diáspora fue el lugar donde naturalmente se produjo la predicación cristiana.
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